Prof.
Rafael Quiroz Serrano
En el actual contexto latinoamericano, las
políticas energéticas vienen desempeñando un papel creciente y de aspecto
fundamental en los procesos de integración regional.
Ello se explica debido a que la energía es
una de las bases sobre las cuales se sustenta la globalización, en tanto que es
el fundamento de las sociedades en sus actividades económicas, sociales y
políticas. Los hidrocarburos, en particular el petróleo, se convirtieron, desde
la segunda mitad del siglo pasado en la principal fuente de energía, base de la
matriz energética que rige el progreso social y económico de los países del
mundo, tanto desarrollado como emergentes.
La
integración como fórmula prioritaria y vital
En tiempos tan conflictivos y dilemáticos,
como también exigentes y competitivos, la integración resurge fortalecida como
fórmula prioritaria y vital para los países emergentes, aun en vías de
desarrollo. Si estos países no concurren en torno a una integración real y
definitiva, corren el gran riesgo, no sólo de rezagarse ante los demás países
que conforman los diferentes bloques, sino de perecer devorados por un mercado
un tanto inhumano y descarnado, donde impera la ley del más fuerte, y donde se
podría escenificar “una pelea entre lobos y corderos”, y donde los corderos
están obligados a pelear. Porque de lo que se trata es precisamente de eso: que
se está obligado a competir; y a competir con monstruos del negocio, y en un
mercado y comercio internacional abiertos y globalizados, por lo que la
respuesta es sí o sí. Nada más anti dialéctico.
Ante esta realidad, la integración regional
hoy en día constituye una vertiente o fórmula de inserción a la globalización y
a la economía internacional, donde se acepten las peculiaridades y diferencias,
y se respeten las diversidades y lo fundamental de las culturas nacionales; y
no inserciones subordinadas que nos sigan condenando permanentemente a la
dependencia y al atraso.
Cuando se habla de integración en
Latinoamérica, prácticamente se hablan del Tratado de Montevideo de 1960 hasta
el presente, es decir, más de cinco décadas en proceso, algunos lentos, otros
tediosos o lánguidos. Desde luego que esto resulta corto si se compara con los
procesos de integración que vivió la Unión Europea, que se tomó más de cincuenta
años, además de una guerra mundial que sobrepasó los 55 millones de muertos, y
además se trataba de pueblos heterogéneos, con múltiples culturas, variados
sistemas, diversidad de idiomas y diferentes historias, y sin embargo lo
lograron después de una larga travesía por todo un desierto de años. América
Latina es mucho menos heterogénea y mucho menos diversificada en todo; los
países latinoamericanos son raíces de un mismo tronco, entonces por qué no
lograrlo, más aun cuando los tiempos y las mismas circunstancias convocan para
tan nobles propósitos.
En este sentido, son valiosos los aportes que
se han obtenido hasta ahora en los esquemas de integración subregional en
América Latina, como la Comunidad Andina de Nacionales (CAN), de la cual
Venezuela se retiró sin razón cierta alguna, la Unión de naciones Suramericanas
(UNASUR) y el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), porque no sólo han definido
aranceles externos comunes, sino que también han configurado Zonas de Libre
Comercio. Por lo que es fundamental seguir consolidando los vínculos
interregionales para llegar a una integración real y cierta, tan prioritaria y
vital en estos tiempos saturados de controversia.
Integración
y desarrollo
Toda integración implica esfuerzos, a veces
hasta ciertos sacrificios, porque la integración es absoluta, completa y total,
o no es integración. Por ello, cuando se habla de integración, se habla de un
proceso no sólo comercial, sino también económico, cultural y político; es
decir, una integración fundamentalmente humana, que abarque a todos los
sectores y niveles de una región, y a todas las actividades que el hombre
realiza en sociedad para vivir mejor y desarrollarse. De allí que toda
integración tiene como objetivo principal el desarrollo, y todo desarrollo
tiene como objetivo principal al hombre, al ser humano, que tiene que seguir
siendo el hito y el destinario de toda acción humana. De manera tal que los
pueblos se integren a estos procesos con resultados sociales positivos, y no
sigan ausentes y marginados, haciendo meramente el papel de testigos mudos de
la integración.
Un desarrollo sustentable, como se ha venido
conceptualizando en los últimos años, que no sólo garantice la conservación de
los recursos naturales y del medio ambiente, sino también las condiciones y los
equilibrios sociales que deben ser sustentables. Hoy por hoy, el desarrollo
sustentable de los países latinoamericanos pasa necesariamente por el meridiano
de la integración. Por lo que integración y desarrollo van juntos de la mano,
como un binomio inseparable. Integración y desarrollo sustentable que tienen
que lograrse para realidades sociales, políticas y económicas propias,
diseñados y elaborados por, para y desde América Latina, y que por tanto sean
realmente nuestros, de manera que constituyan camino y no laberinto, como hasta
ahora han constituido.
El nuevo siglo XXI junto el nuevo mileno
trajeron consigo una revisión profunda de las políticas energéticas
liberalizadoras, y su sustitución por políticas que privilegian un rol mucho
más activo de los Estados en la planificación de los mercados energéticos, y en
la regularización/coordinación de las inversiones, tanto públicas como
privadas, en el sector. Igualmente, los enfoques de integración energética han
trasladado su centro de atención, pues han ido de lo hemisférico a lo
estrictamente latinoamericano, suramericano y caribeño. De tal manera, que no
hay duda que la integración energética comienza a tomar fuerza como tema de las
políticas nacionales de desarrollo y como estrategia de la geopolítica
regional.
Publicado originalmente en El Mundo Economía y
Negocios