Dr.
Gustavo Palomares Lerma
Desde la primera reunión a la actual de
Panamá, las Cumbres de las Américas dormían en el sueño de las históricas
buenas voluntades de los Estados Unidos con América Latina hasta que Obama
rompió con más de cincuenta años de bloqueó a Cuba. Cuando Clinton lanzó su
“Iniciativa de Miami” allá por 1994 —emulando aquella Alianza para el Progreso
de Kennedy—, nadie sospechó los escasos logros de una iniciativa que pretendía
ampliar aún más ese sueño hegemónico del presidente Monroe para adueñarse de
ese continente, esta vez por la vía del acuerdo de integración económica de los
socios.
El
Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) ha ido trenzando un sinnúmero de
acuerdos diversos, pero más por la inercia de un regionalismo abierto que por
un liderazgo buscado por los Estados Unidos y negado, primero por Chávez y
luego por Lula y otros líderes regionales. Parece evidente que este mecanismo
de cumbres continentales, como también históricamente ha sido la OEA, han
jugado un claro papel instrumental para el vecino del norte. Primero el de la
organización regional para contener y prevenir a cualquier precio el contagio
comunista a esta zona de inmediata influencia. Y después el ALCA con la
globalización económica, para afirmar la primacía comercial y el modelo
neoliberal, conteniendo así la ambición económica y comercial creciente de otros
actores en la región, especialmente la Unión Europea y China. En ambos casos,
Cuba era el bastión modélico a derrotar: en el ámbito ideológico-estratégico y
también en el económico en su resistencia a ultranza que encuentra el oxígeno
para la supervivencia en los países “compañeros” de la ALBA.
La
Cumbre de Panamá probablemente sólo será recordada por esa primera foto de
ambos mandatarios después de anunciar Obama el restablecimiento de relaciones
diplomáticas con Cuba, más allá de un distante saludo en los funerales del
expresidente sudafricano Nelson Mandela. Una foto para la historia, la de un
presidente estadounidense que valientemente rompe la perseverancia en el
embargo de sus ocho antecesores y la de un “líder revolucionario”, capaz de
hacer lo que ni tan siquiera fue capaz de hacer Fidel.
El
fin del embargo y la llegada de millares de estadounidenses o cubanos
americanos —se calcula que casi un millón el primer año— puede suponer una
verdadera revolución social y sociológica para la isla. Obama puede lograr un
desembarco más efectivo y sutil que el de Bahía de Cochinos, pero esta vez con
turistas, dólares, medios informativos y comercio. La puesta en marcha de la
“Diplomacia Coppertone” como alternativa a las numerosas tentativas militares y
criminales puestas en marcha en los últimos cincuenta años para derrocar el
castrismo.
Si
el Che o Camilo Cienfuegos levantaran la cabeza, podrían comprobar cómo su
hipótesis del “humanismo revolucionario”, “la revolución de la amplia sonrisa”,
la fuerza transformadora del hombre por las dinámicas sociales frente a los
cambios por el fusil o la fuerza, pueden ser también una realidad tangible en
Cuba. Y en esta ocasión, una vez más, contra la autocracia de un personalismo
insostenible. El muro en Berlín no pudo aguantar las dinámicas del mercado, ni
el empuje de los pueblos.
En
Cuba también es así: los cubanos se encuentran en un proceso acelerado de
maduración, de forma muy especial desde la desaparición de Fidel de la primera
línea de la escena política, y pueden asumir esta apertura como un verdadero
catalizador de un cambio que hoy nadie discute. La pérdida del argumento
principal en el discurso oficial y la cierta relajación en las duras
consecuencias del embargo pueden suponer la quiebra de las principales causas
que alimentaban el sentimiento nacional y nacionalista de los cubanos como
respuesta a la agresión exterior. Y por el lado de los apoyos externos, el
margen de maniobra se estrecha aún más, cuando algunos de los socios
principales de Cuba, fuera y dentro del continente americano, valoran como una
oportunidad histórica la voluntad de cambio.
Publicado originalmente en El Espectador