Embajador Arturo Sarukhan
A mi abuela Angele Kermezian y a Hrant Dink.
Hoy, Armenia
y la diáspora armenia en todo el Mundo, junto con prácticamente toda la
Comunidad Internacional, estarán rememorando el centenario del primer genocidio
del siglo XX.
El 24 de
abril de 1915, el Imperio Otomano ordenó el arresto de cerca de 250
intelectuales, periodistas, abogados y empresarios armenios en Constantinopla,
y con ello inició una política sistematizada, planeada y deliberada de
deportación, limpieza étnica y exterminio de la comunidad
armenia-otomana.
A partir de
1915 y sobre todo en 1916, el triunvirato que en aquel entonces conducía el
gobierno otomano —Talat Pasha, Enver Pasha y Cemal Pasha— mandó exterminar,
mediante marchas forzadas al desierto sirio y ejecuciones, a cerca de 1,5
millones de ciudadanos armenios. Cerca de 800 mil armenios lograron escapar y
encontrar refugio en otros países, entre ellos mi abuela paterna.
Estas
atrocidades son hechos, no mitos. No están en duda; se encuentran ampliamente
documentadas por historiadores, periodistas y diplomáticos de la época, y por
los archivos tanto otomanos como armenios y en otras naciones.
Que hubo la
decisión de proceder con el exterminio está comprobado. Y tampoco son, ni
pueden ser, explicadas como muertes en el contexto más amplio de pérdida de
vidas turcas como resultado del apoyo otomano a Alemania en la conflagración
mundial de 1914-1918.
En un
intercambio ampliamente comprobado entre el entonces Embajador estadounidense
Henry Morgenthau y uno de los integrantes del triunvirato gubernamental, Talat
Pasha, éste explícitamente le indica al Embajador que han tomado la decisión de
“acabar con todos” los armenios en el Imperio.
El genocidio
fue la peor atrocidad de la Primera Guerra Mundial, y al día de hoy sigue
siendo una herida abierta. En gran parte ello es el resultado de 100 años de
gobiernos turcos que han respondido al genocidio, al Mundo y a quienes formamos
parte de la diáspora armenia —como mi padre, mi hermana y yo y nuestros hijos—
con silencio y con negación.
La herida
también supura por el rechazo, la indignación y la rabia de millones de
armenios, tanto en Armenia como alrededor del mundo, y que incluso, en algunos
momentos llegó a derivar en actos terroristas en contra de diplomáticos turcos
en los años setenta y ochenta.
¿Cómo
encontrar la reconciliación entre la intransigencia a confrontar y aceptar ante
los ojos del Mundo los crímenes del pasado, por un lado, y la rabia y el dolor
de quienes sobrevivieron y de sus descendientes, por el otro?
De entrada,
Armenia y Turquía deben encontrar la manera de sanar las heridas del pasado y
ver hacia el futuro. El bienestar y la seguridad de ambos pueblos lo demanda.
Pero para que la reconciliación sea posible, hay que reconocer y confrontar el
pasado.
La amnesia
histórica y apostar a que al Mundo se le olvide el genocidio armenio (en la
antesala de la Segunda Guerra Mundial, Hitler subrayó que “al final del día,
quién se acuerda del exterminio de los armenios”) —o que por consideraciones
geoestratégicas algunas naciones, particularmente Estados Unidos con su enorme
población de origen armenio, sigan volteando la mirada— no puede seguir
apuntalando la estrategia turca.
De la misma
manera, argumentar que todo aquel, sea éste el Papa, el Parlamento Europeo o
cualquier individuo que habla del genocidio miente, difama y conspira contra
Turquía o es un “racista”, no debe ser la respuesta de una gran nación como lo
es la turca y que muchos de nosotros queremos ver como un jugador internacional
responsable y con peso, un pivote entre Occidente y el Mundo musulmán,
encuadrado en el gran proyecto de la Unión Europea.
Pero el
precio para jugar en esas ligas debe ser reconocer y confrontar el pasado, el
pasado que además no es propio, sino el de un Imperio decrépito que al
colapsarse dio pie a la República secular turca. Para Armenia y los armenios
desperdigados en el Mundo también habrá decisiones difíciles que tomar. ¿Vale
la pena lograr el reconocimiento turco a cambio de dejar a un lado la demanda
de reparaciones?
Los relatos
que le escuché a mi abuela sobre lo que vivió, vio y tuvo que hacer para
escapar del genocidio son el testimonio de un capítulo de la historia mundial
que no puede ser, ni será, borrado o acallado.
El pasado
forma parte de todos nosotros. Tenemos que garantizar que el entorno actual no
minimice, o deje de reconocer y articular el significado moral del genocidio.
La invocación armenia, ‘Djamangen gar oo chagar’ —“había y ya no hay”— es la
expresión cotidiana del horror de 1,5 millones de voces armenias silenciadas.
Los que quedamos seguiremos levantando la voz.
Publicado originalmente en El
Universal de México
@Arturo_ Sarukhan
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