Dr. Gustavo Palomares Lerma
La
aplicación de los acuerdos de paz en un escenario de posconflicto en Colombia
debe suponer una verdadera refundación del Estado y, por ende, de algunas de
sus políticas públicas estratégicas para que este paso histórico cumpla el
papel transformador en la sociedad colombiana que impida un “cierre en falso”
del proceso de superación histórico de la violencia.
El
éxito o fracaso en estas políticas transformadoras del Estado dependerá, en
buena medida, de la capacidad para fortalecer la estructura territorial en una
dinámica decidida descentralizadora y federalizante. La exigencia histórica de
un nuevo “pacto” regional —mejor, federal—, acorde a la diversidad geográfica,
con una nueva estructura administrativa moderna diversificada que instale
capacidades humanas y materiales en las regiones. En resumen, construir Estado
presente y activo en el territorio.
En
Colombia, las políticas públicas se han desenvuelto en una especie de
“esquizofrenia” entre el marco jurídico constitucional descentralizador y la
práctica gubernamental del día a día, centralista y centralizadora. Sin
embargo, las principales dinámicas presentes y futuras que afectan a las
políticas públicas esenciales del Estado colombiano en ámbitos estratégicos de
los acuerdos de paz y en la gestión del posconflicto, pero sobre todo en el
desarrollo y la protección de los derechos fundamentales de la población
—especialmente la más vulnerable—, pasan principalmente por la periferia
territorial y no por el centro bogotano.
Se
abre camino en este escenario futurible deseable, la posición de aquellos que
defendemos un “Estado inteligente”, en donde la inteligencia radica en poner la
ecuación social y la realidad descentralizadora como centros definidores de sus
políticas públicas. La resolución de esta ecuación arroja siempre el mismo
resultado: una sociedad más justa, igualitaria y avanzada.
Sin
embargo, para que el Estado pueda realizar ese papel de motor transformador en
Colombia en una realidad diaria en paz, es esencial introducir cambios
profundos en su cultura democrática. La democracia no es sólo la única forma
compatible con la libertad y la justicia; también es la única forma de
participación política que basa su esencia en la igualdad y en la equidad.
Estos dos principios no sólo son la esencia y el valor de la democracia —como
decía Kelsen—, sino que son la base de una verdadera cultura de y para la paz.
La
consecuencia inmediata de la aplicación de los acuerdos de paz tiene que ser la
voluntad decidida para construir ese Estado transformador. Esta nueva forma
“inteligente” de entender la realidad estatal y las políticas públicas, en una
realidad desigual como la colombiana, es lo contrario de un “Estado bruto”, ese
“Estado mínimo” que sólo llega a ser “suficiente” para unos pocos, ausente en
gran parte de su estructura territorial, de acciones puntuales y sobre una base
asistencial. El Estado que necesitamos para este nuevo tiempo, por el
contrario, es aquel que se identifica por tener verdaderas políticas de Estado
—no de partidos— en educación, salud, nutrición, cultura; orientado hacia la
superación de las gruesas inequidades, capaz de impulsar la concertación entre
lo económico y lo social; un gran promotor de la sociedad civil. El Estado de
concertación que necesitamos para este escenario de recuperación de valores se
opone a ese otro que conocemos bien después de sufrirlo tanto tiempo: el que
planifica íntegramente de forma hermética las políticas públicas con una escasa
participación de los territorios y ninguna de la ciudadanía.
En
esta nueva fase histórica necesitamos superar la guerra para poder ocuparnos de
los conflictos lógicos en cualquier sociedad democrática; para ello debemos
partir de una perspectiva que considere la realidad estatal como un todo
complejo en donde la visión descentralizada, a la hora de asegurar la
presencia, el buen gobierno y efectividad del Estado colombiano, es una de las
piezas fundamentales para el desarrollo y para hacer posible una sociedad
colombiana en paz, más justa e igual, para nosotros y para nuestro hijos.
En
conclusión, la necesaria reforma y “refundación” del Estado colombiano no puede
plantearse como hacía el príncipe de Salina en la novela El Gatopardo, de
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuando decía “… cambiémoslo todo para que todo
siga igual”.
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