Prof. Eloy Torres
Hace cien años, la guerra hacía
estragos. Toda una danza macabra y bélica sobre miles de cadáveres. Era la I
Guerra Mundial. La de las Naciones como la llamaron. Una mortandad absurda. 4
años de pólvora, bengala, cañones, trincheras, bayonetas, sangre y formol; eso
lo experimentó el Mundo,
fundamentalmente Europa que abrazó el siglo XX con la desesperanza y violencia
en el alma. El motivo aparente: unas balas disparadas por un terrorista serbio
aferrado a la idea de la independencia de su pueblo del multinacional Imperio Austro-Húngaro,
asesinaron a Francisco Fernando, el Archiduque heredero de esa realidad.
Ocurrió en Sarajevo, el 28 de junio de 1914. Fue excusa para una guerra, que duró 4 años luego
de derramarse sangre de millones de seres humanos.
Su final generó una borrachera de
libertades circunstanciales. Se pretendió exorcizar al continente europeo de la
violencia. El resultado fue lo contario, pues almacenó resentimientos vestidos
con camisas ideológicas, cocidas con tres telas distintas, pero con los mismos
hilos: sangre, exclusión, marginación y violencia. A saber: el fascismo,
nazismo y comunismo. Las consecuencias las conoció el Mundo 20 años después con
la II Guerra Mundial.
La triunfante Europa no quería más
guerra. Francia exudaba un rechazo hacia ella desde su fin en 1918. Fue
pacifista. Tuvo más de 1 millón y medio de víctimas. Alemania un poco más de 2
millones. Los sufrimientos también afectaron a Rusia. Ella engendró un
particular monstruo: el comunismo. Europa devastada, llegó a convivir con sus
traumatismos y víctimas y extrañaba la “Belle Époque”, de antes de la guerra.
Durante los “años locos”, idealizado por Scott Fitzgerald, los europeos
bailaban al compás de una desesperación que presagiaba conflictividad. Apareció la frivolidad como
acto antropológico irracional. Se intuía lo peor. Lo confirma la prisa por
disfrutar de la vida, pues sabían que bailaban sobre ríos de sangre y eso no es
agradable.
El fin de la guerra estimuló a toda una
pléyade de pensadores, escritores, poetas, pintores, músicos que rechazaron los
valores estéticos, políticos y morales que dieron pie a ese absurdo. Con gran
razón rechazaban, bajo cualquier forma, el elogio a la violencia. Conmemorarla
era peor. La primera guerra fue eso: un horror.
Los años 1914–1918 representan un
emblemático acontecimiento histórico que hizo de esa historia, la historia de
todas las naciones. No es casual que esa conflagración fuese bautizada como la “Gran
Guerra”. Todavía se escribe sobre ella y es objeto de análisis de militares, políticos y diplomáticos quienes han
marcado su impronta en documentos y memorias personales. Han construido una red
explicativa de las causas y una producción historiográfica interesantísima.
De la mano
del Embajador y Profesor Demetrio Boersner, hemos aprendido a ponderar, entre
otros, al mutilado de guerra Pierre Renouvin, quien dirigió la
colección “Documents diplomatiques francaises”. Interesante que la gran mayoría de sus escritos abordan el tema desde
la perspectiva de los grandes hombres: políticos, diplomáticos y militares y
dejan, a un lado, al hombre simple. La población civil, la más afectada es
abandonada por esa lente historiográfica. La guerra es observada desde arriba.
Quien experimentó el horror de esas masacres en las trincheras, no ha sido
sujeto de la Historia. Hay que decirlo, incluso el mismo Renouvin quien,
perdiese un brazo durante los combates. La opinión de los combatientes debería
ofrecer, según entendemos, una mayor información sobre la manera de cómo se
condujeron las operaciones, pero su horizonte fue muy limitado. Los ingleses y
alemanes de ese periodo se han comportado, con el mismo criterio, de ver la
guerra a gran escala y, repetimos, desde arriba.
El elemento de las mentalidades
colectivas, hizo aparición en ese conflicto y, creemos, mantiene aún su
vigencia. Ésta, a pesar de los cambios, incluso tecnológicos, pervive. La
Primera Guerra Mundial estalló en el momento en que la industria experimentaba
una expansión económica. Sin embargo, todos los descubrimientos científicos y
tecnológicos no pudieron calmar las tensiones políticas internacionales. Por el
contrario, fueron usados como instrumentos bélicos. Otro elemento a tomar en
cuenta para explicar esa guerra fue el deseo colectivo de que ella ocurriera.
Las ideas nacionalistas y democráticas tomaron mucho terreno, particularmente
en el multinacional Imperio Austro-Húngaro, donde las minorías apuntaban su
mirada hacia sus países troncos que exudaban libertad e independencia. Frente a
ese entusiasmo, la muerte mostraba sus fauces.
Las estructuras culturales eran similares. Muchos
elementos hicieron su aparición: el automóvil, el avión, el tanque de guerra.
La industria se desarrollaba rápidamente. Mientras esto ocurría, todavía se
usaba la carreta en los caminos europeos. La guerra transformó esa mentalidad,
pero mantuvo su impulso inicial: el nacionalismo. La industria, se transformó
en la gran fuerza motora de Alemania, Francia, Italia, Inglaterra e incluso
Rusia. Ésta, en menor medida,
parafraseando a Paul Kennedy, por su extensión territorial y grandes
recursos, ostentaba la membrecía de ese
club de “las potencias mundiales”. Era el momento de la expansión de los
poderes industriales.
Inglaterra y Alemania se disputaban el control
marítimo. Rusia y el Imperio Austro-Húngaro intensifican el conflicto por el
control de los Balcanes. Los esfuerzos diplomáticos fueron insuficientes para
atenuar las tensiones. Alemania y Rusia las empujaban. Los medios de
comunicación eran muy débiles y ello contribuyó al aumento de la conflictividad.
Se usaba el telégrafo y estos informaban de la urgencia, muy tarde; luego de
producirse los acontecimientos. La guerra era inminente. Nadie ponderaba las consecuencias. Había en
el ambiente la creencia de que el fin del siglo XIX abría la centuria de las
nacionalidades que ganaban terreno junto a las ideas democráticas. Los Estados
podían y debían ser organizados bajo la forma de regímenes representativos y
parlamentarios.
Historiadores consideran que la causa de la Primera
Guerra Mundial se resume al enfrentamiento de los pueblos bajo la égida de los
imperios y los intentos desesperados de éstos por su autodeterminación. La
contradicción entre el Imperio y la negativa de otorgarla. Cierto, había
inconformidad con el régimen fronterizo imperial impuesto, como de sus abusos.
La alianzas en 1914, todas hostiles entre sí, enmarcadas en una rivalidad,
abrazaron al viejo continente y se extendieron a otros meridianos. Los combates
fueron sangrientos. El mar, tierra y aire, sus escenarios para el despliegue de
los adelantos tecnológicos. El resultado: 4 imperios desaparecieron;
surgimiento de 3 ideologías que aún mantienen cierto vigor y murieron casi 10
millones de seres humanos.
El final de la I Guerra Mundial
permitió el avance de dictaduras, más fuertes que el sentimiento democrático.
La banalización de la violencia, sin precedentes en esa Europa, lo permitió,
pues, nadie quiso escuchar las voces que clamaban por evitar el resurgir de los
tambores de la guerra. Versalles había humillado a Alemania. Ella se rearmó
gracias al apoyo que Stalin, en secreto, le acordase. Un desastre, una tragedia
que atropelló a buena parte de la Humanidad y marcó la pauta para que ella
renaciera 21 años después.
@eloicito
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