Dr.
Kenneth Ramírez
La opinión pública mundial
ha recibido con beneplácito el Acuerdo de París, alcanzado al cierre de la XXI
Conferencia de las Partes del Cambio Climático (COP-21) tras dos semanas de
intensas negociaciones. Los 195 países participantes acordaron mantener la temperatura media mundial “muy por debajo”
de 2 °C a finales de siglo respecto a los
niveles pre-industriales, aunque también se comprometieron a llevar a cabo
“todos los esfuerzos necesarios” para que no rebase los 1,5 °C y evitar así
“los impactos más catastróficos del cambio climático”. Jurídicamente
vinculante y con un enfoque gradual, flexible y solidario; el acuerdo no fijó
límite a las emisiones de gases de efecto invernadero como lo hizo el Protocolo
de Kioto –prorrogado hasta 2020 mediante la Enmienda Doha aprobada en 2012-,
sino que descansa en un conjunto de contribuciones nacionales presentadas
voluntariamente.
Asimismo, busca que las
emisiones toquen techo “tan pronto como sea posible”, reconociendo que esta tarea llevará más tiempo para los países en
desarrollo –principio de responsabilidad común pero diferenciada-, y que
se efectúen reducciones rápidas para encontrar “un equilibrio entre las
emisiones provocadas por la acción del hombre y lo que puede absorber la
atmósfera” en la segunda mitad de siglo. El texto además recoge las necesidades
de financiación para la mitigación y la adaptación de los países en desarrollo
–los países desarrollados deben movilizar un mínimo de 100 millardos de dólares
anuales a partir de 2020-, e introduce un
mecanismo de pérdidas y daños por el cambio climático –sin apoyos financieros
concretos-, con arreglo al principio de justicia climática.
No obstante, el acuerdo
señala explícitamente que los esfuerzos de mitigación que los países han puesto
sobre la mesa no son suficientes, para cumplir el objetivo general. En 2030, la
ONU estima que las emisiones de gases de efecto invernadero tendrían que estar
rondando las 40 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente al año, pero
los compromisos nacionales presentados para recortar emisiones suponen un
aumento de las emisiones brutas hasta alcanzar las 55 gigatoneladas –si bien
reducen en 9% las emisiones per cápita. Por ello, el Acuerdo de París establece
un mecanismo de revisión cada cinco años, que implica que los programas de
reducción de cada país aumenten gradualmente para corregir esa brecha. La
primera revisión al alza de los planes nacionales sería en 2020, año en que
debe entrar en vigor el acuerdo tras la ratificación de 55 países que representen
al menos 55% de las emisiones.
Según estudios de la ONU y
la Agencia Internacional de Energía, la producción y uso de energía generan dos
tercios de las emisiones. En consecuencia, este acuerdo presenta retos para los
países OPEP y la industria petrolera. Aunque los países OPEP sólo representan
10% de las emisiones mundiales –Venezuela el 0,48%-, producen el 33% del
petróleo y el 20% del gas natural a nivel mundial, y poseen 80% de las reservas.
Esto explica por qué los países OPEP han sido muy activos en las negociaciones,
para salvaguardar sus intereses estratégicos. La limitación que sufrirá la
demanda de los combustibles fósiles a largo plazo debido a las regulaciones
climáticas, que según cálculos de la Agencia Internacional de Energía puede
ubicarse en torno a 16% en los próximos 20 años, se traducirá en una pérdida de
ingresos de 4 billones de dólares para la OPEP. Barclays estima que la industria
petrolera perderá ingresos por el orden de 22 billones de dólares.
Venezuela mostró una
posición mucho más pragmática y menos ideológica en esta Conferencia respecto a
Copenhague hace 6 años, impulsando un acuerdo flexible junto al grupo de Países
en Desarrollo de Pensamiento Afín (Link-Minded
Group), donde hay países OPEP -como Arabia Saudita e Irán-, y economías
emergentes –como China e India- que representan 50% de la población mundial.
Toca ahora al gobierno
desarrollar nuestra contribución nacional –sólo se presentó el objetivo general
de reducir 20% de las emisiones para 2030, esto es, 0,18 gigatoneladas/año.
Aquí se abren grandes oportunidades en la limitación de las emisiones de metano
en la producción de petróleo y gas, el relanzamiento de los proyectos gasíferos,
así como el desarrollo de un plan de eficiencia energética y energías
renovables –donde destaca el proyecto eólico de La Guajira con una capacidad de
10 mil megavatios, el equivalente a una hidroeléctrica del Guri.
Finalmente, PDVSA debe
estudiar unirse a la Iniciativa Climática del Sector Petróleo y Gas (por sus
siglas en inglés, OGCI), presentada por 10 empresas petroleras que producen 20%
del petróleo y gas a nivel global; 7 de ellas europeas –Shell, Total, BP, BG,
Repsol, Statoil y ENI- que ya se encuentran dispuestas a aceptar un sistema de
techo nacional y comercio de emisiones, a las cuales se sumaron PEMEX, Reliance
y Saudi ARAMCO. Todas estas empresas se han comprometido a trabajar
conjuntamente para optimizar sus operaciones, invertir en investigación y
desarrollo de tecnologías eficientes y limpias como el secuestro y captura de
carbono, e impulsar proyectos de gas natural y energías renovables.
Total es el segundo gran
inversionista en energía fotovoltaica a través de su filial, SunPower. Shell es
uno de los grandes inversionistas en biocombustibles avanzados. BP, Repsol y
Statoil son grandes inversionistas en proyectos eólicos costa afuera en Europa
y EEUU. Shell está trabajando con GlassPoint para desarrollar generadores
solares de vapor a gran escala para la recuperación petrolera mejorada en Medio
Oriente –disminuyendo en 80% el uso de gas natural para tales fines. PDVSA
puede aprovechar todas estas experiencias y conseguir socios valiosos para encarar
el reto climático. ¿Y usted qué opina?
Publicado originalmente en El Mundo Economía y
Negocios
@kenopina